Que me perdonen sus llorosos palaciegos, pero en el discurso de Leonel Fernández renunciando de manera “voluntaria y espontánea” a la repostulación, no hubo el menor asomo de grandeza moral o política. Si hubo, y en dosis preocupantes, la afirmación de una autoimagen que lo llevó a compararse con Aníbal, el general cartaginés considerado el más grande estratega militar de todos los tiempos.
Leonel Fernández no declina porque, pese a las humanas tentaciones, reconoce la supremacía de la Constitución y su deber de respetarla. Por el contrario. Buena parte de su discurso estuvo dedicada a demostrar que carecen de razón quienes afirmaron que la hasta hoy eventual postulación sería violatoria de la Constitución. Se empeñó en “desmontar” esta interpretación enumerando prolijamente los mecanismos a la mano si hubiera decidido aventurarse en el 2012. ¿Acaso no cuenta con la incondicionalidad del Congreso, su arma arrojadiza contra cualquier prurito jurídico?
Termino como comencé: no hubo en lo dicho por Fernández grandeza moral o política alguna, pero sobró un enfermizo narcisismo que termina provocando malestar. Quizá Fernández no lo ha pensado, pero este discurso, que banaliza las instituciones, que eleva a categoría de premisa conceptual el viejo refrán de que quien hace la ley también hace la trampa, puede ser su batalla de Zama.
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